martes, 10 de enero de 2012

YO INTENTE MATAR A FRANCO

FUENTE.- La Tribuna de Actualidad / Paco López Mengual
Son las diez y media de una apacible mañana invernal; la hora convenida. Elías Meana, colega y vecino de Salvador Cuesta Pellicer (Murcia, 1918), ha sido quien ha concertado el encuentro. Anoche, me recordó por el teléfono que al anciano no le agrada madrugar.

Un nieto me hace pasar hasta una galería acristalada, situada al final del chalet. Encuentro a Salvador Cuesta en el único rincón soleado de la estancia, sentado en su silla de ruedas, con una manta a cuadros cubriéndole las piernas. Está mirando el jardín.

-Esta es la luz que he perseguido durante toda mi vida, la que siempre quise escribir. ¿No es un portento?

Desde las primeras palabras de la conversación, detecto el interés del anciano en recordar otros hechos, además del episodio que me ha movido a venir. Por mi parte, pruebo a centrar la entrevista. -¿Es cierto lo que me han contado –le pregunto a bocajarro-, que usted intentó matar a Franco?

En el mundillo literario de Murcia, todos conocen a Salvador. Aunque, desde que dejó Madrid –y de eso hace ya veinte años- no ha vuelto a escribir. “Un día, decidí quebrar la punta al lápiz, y entregarme a la lectura y el recuerdo”, así ilustra su retiro de la creación artística. Ahora, vive en La Alcayna, una afable urbanización cercana a la capital, con la familia de su única hija, Marisa, profesora de Física y Química en un instituto de educación secundaria de la región.

El cabello blanco, un poco largo y desordenado, nos devuelve el eco del inconformista que siempre fue. En absoluto presenta el aspecto de un hombre que sobrepasa los noventa años. Ha habido momentos durante la cita en los que el escritor ha perdido la mirada más allá del ventanal, guardando elocuentes silencios. He aprovechado esos instantes para explorar su rostro y apenas he descubierto arrugas. Debe tenerlas ocultas debajo de la piel, al igual que otros pasajes oscuros de su vida.

Ganador del Gabriel Miró de relato y del “Nuevas Letras” de novela, tiene editados doce títulos, que abarcan todos los géneros literarios – también el de poesía-. Sin duda, su libro más celebrado fue Malaventura, con el que resultó finalista del Nadal. La novela, obra representativa de la vertiente social del falangismo, narra el éxodo murciano hacia Barcelona en la década de los 50, y la génesis del famoso barrio del Carmelo, donde, años después, Juan Marsé situaría a su personaje más universal, el Pijoaparte.

-Una noche, en una de las veladas del Premio Planeta, Marsé me confesó que fue durante la lectura de mi novela cuando pergeño Últimas tardes con Teresa. Y, la verdad, me llena de orgullo el haber servido de inspiración a una de las grandes obras de la literatura española del siglo XX.

-Usted siempre ha alardeado de ser “camisa vieja” ¿Cuándo entra usted en contacto con Falange?

-Era joven, muy joven. Estudiaba Filosofía y Letras en la Complutense. Mi afición por los libros me hacía acudir a muchos eventos literarios, donde entablé amistad con Sánchez Mazas y, sobre todo, con Jiménez Caballero, que llegó a publicar unos versos míos en La Gaceta. [En este punto, Salvador Cuesta me pide un cigarro. Antes de encenderlo, mira con disimulo hacia un lado y otro de la sala. Después, cierra los ojos y le propina una profunda y placentera calada]. También durante esos años, y en los cafés de aquel convulso Madrid de preguerra, compartí mesa e interminables charlas con muchos de los escritores que después serían aglutinados bajo la etiqueta de Generación del 27. Yo, por edad y estética, no formé parte de aquel grupo.

Una tarde, en Lardy, Sánchez Mazas me presentó a José Antonio Primo. Quedé fascinado. Me cautivó tanto la espiritualidad de ese hombre que aparté los vasos de whisqui y copas de coñac que atiborraban la mesa, y, allí mismo, en un hueco, firmé mi ingreso en Falange Española. [Al término de la entrevista, quiere mostrarme el carné con el número sesenta y dos; “una auténtica pieza de museo”]. A partir de esa mágica tarde, mi vida da un vuelco y comienzan unos años de activa militancia política.

Escuchamos pasos que se dirigen a la galería. Con destreza, el escritor me pasa el cigarrillo. Nada más entrar, el nieto huele el humo del tabaco. “No debería fumar delante del abuelo. Está mal de los pulmones”. Pido disculpas por el descuido y desbarato la colilla en un cenicero de cristal.

-¿Llama usted “activa militancia política” a los actos de pistolerismo que caracterizaron a su partido durante la República?

Está usted confundido. Falange no nació armada. Nos vimos obligados a colgarnos el correaje cuando varios camaradas fueron asesinados por matones de los sindicatos. Hubo un momento en que hasta se hacía mofa de nuestras siglas, F.E., que algunos traducían como Funeraria Española. Las provocaciones eran continuas. En una de aquellas reyertas, ocurrida en un parque junto al Manzanares, me vi involucrado en un tiroteo donde murió una muchacha, una joven costurera que militaba en las Juventudes Socialistas. Esa misma noche, para evitar problemas, metí todo en la maleta y regresé a Murcia. A los pocos días, Franco se levantó en África. Y aquí, en zona roja, pasé los tres años que duró la Guerra; escribiendo y leyendo bajo la higuera que había en el huerto de nuestra casa; sin nada a qué temer, sin nadie que conociese mi filiación política.

-Al menos para mí, resulta chocante que un falangista, como usted, ansiara matar a Franco: en definitiva, el general que llevara a la victoria al bando nacional durante la guerra civil e instaurara un régimen inspirado en el nacional-sindicalismo.

-Vuelve a confundirse. Francisco Franco nada tuvo que ver con Falange Española. La historia ha demostrado que, simplemente, se aprovechó de nosotros, de nuestro contagioso ardor patriótico, para ganar la Guerra; que se sirvió de las consignas y postulados de Falange para dotarse del halo ideológico del que siempre careció. Él fue el gran traidor a las ideas de José Antonio. Un vulgar general, tripón y meapilas, con hambre de poder.

Cuando, inexplicablemente, nos obligaron a regresar de Rusia, donde combatíamos al comunismo, fuimos conscientes del tipo de régimen que se estaba construyendo en este país. Nosotros éramos revolucionarios, habíamos luchado por una España dirigida por príncipes, por poetas, y nos encontramos con un Consejo de Ministros formado por militares incultos, banqueros corruptos y políticos beatos, de esos que sólo son capaces de acostarse con su legítima [El escritor me pide que este último comentario no lo reproduzca en el diario. Le doy mi palabra]. Incluso, Sánchez Mazas había dejado ya de acudir a las reuniones del gobierno. “Me aburría solemnemente –escribió en sus memorias-. Aquello era como una reunión de viejas alrededor de una mesa camilla.

Creo que fue durante esta época, a mediados de la década de los cuarenta, cuando comencé a confeccionar el plan que a usted tanto le interesa conocer. En la misma libreta en la que escribía los versos patrióticos con los que gané el primer certamen de poesía Tizona, dibujaba esbozos del rostro del Caudillo, con los ojos cerrados y un tiro en la sien. Mientras tanto, hastiados del ambiente oficial de esa España gris, un grupo de amigos decidimos refugiarnos en la literatura. Muchos de nosotros estábamos bien remunerados por el Estado, cobrando sueldos de escándalo por ocupar puestos burocráticos, en no sé que ministerios, a los que jamás tuvimos que acudir. Gentes como Torrente Ballester, Dionisio Ridruejo, García Serrano, Agustín de Foxa, pasábamos las tardes en los cafés de moda, hablando de vanguardias, y las noches en los mejores prostíbulos de Madrid, recitándole chorradas a las putas.


Salvador Cuesta Pellicer, como Cervantes, es un hombre de pluma y espada. Le place leer a escritores como Pérez Reverte, Vázquez-Figueroa o Elías Meana (vecino de su misma urbanización, marino, expedicionario en la Antártica y en el Congo, y novelista), autores que destilan acción en sus páginas, “y no como toda esa caterva de estilistas que ni viven ni beben, que pasan la vida en su biblioteca picoteando como gallinas en la obra de los demás”. Durante la entrevista, he temido que me pregunte si he leído Malaventura, aunque supongo que es consciente de que la nueva generación de lectores ha olvidado por completo su obra.

Salvador siempre ha sido amigo de sus amigos, sin importarle las particularidades de cada cual. Y un buen ejemplo de ello es que, junto a Leopoldo Panero, viajó a Roma para visitar a su paisano Ramón Gaya, haciendo posible su regreso del exilio.

-Conocí a Pedrín Lerchundi una noche de jarana. Era un falangista de Bilbao, impetuoso y violento, como los de antes. Su indumentaria no distinguía el verano del invierno, la mañana de la noche: la perenne camisa azul, siempre remangada y desabrochada hasta el pecho, exhibía al mundo la varonil pelambre española. –Es curioso, pero no logro recordar ahora su rostro-. El vasco odiaba obsesivamente a Franco, tanto como a los requetés y a los obispos. Después de horas vaciando vasos en la barra de un bar, me confió el secreto de su estrafalario plan.

Salí de aquel tugurio convencido de que había escuchado la delirante maquinación de un borracho; un plan de risa, que parecía diseñado como guión de una de las disparatadas películas de los hermanos Marx. Lo olvidé. Aunque luego, en los días que siguieron, estuve pensando en el proyecto. Reconsiderando detalles que antes había considerado descabellados. Reconocí que, a veces, exitosas hazañas eran fruto de ideas obvias y sencillas. Incluso burdas. [La mirada de Salvador Cuesta vuelve a pasear, en silencio, por el jardín. Necesita un tiempo para ordenar los recuerdos. Antes de exponerlos, ruega otro cigarro. Tras su insistencia, alcanzamos un pacto y accedo a dejar olvidado el paquete de tabaco, junto al encendedor, cuando me marche.

Durante la narración del grotesco episodio que el escritor cuenta a continuación, apenas interrumpí; y si lo hice, sólo fue para matizar un pasaje confuso, o solicitar detalles de algún hecho en concreto]

-Desde que acabó la Guerra, el primer domingo de noviembre de cada año, el Caudillo acudía al valle del Baztán, en el Pirineo navarro. Era un entusiasta de la caza del corzo.

Como estaba previsto, ese día del otoño del 49, Francisco Franco pasó la mañana pegando tiros por el monte. Varios de ellos, certeros. Después de la siesta, aprovechó la visita para darse un baño de multitudes en Eliozondo e inaugurar un centro de formación profesional para huérfanos de tradicionalistas caídos durante la cruzada. Luego, acompañado por una escogida comitiva de autoridades, acudió a cenar a un pequeño mesón a las afueras de Azpirikueta, a sólo quince kilómetros de la frontera con Francia. Cuando llegó, ya estaba preparado el guiso con la más tierna de las capturas de la mañana, adobada con hongos de la tierra y buche de paloma.

En la cocina de la fonda, trabajaba la hermana menor de Pedrín. Ella era nuestro contacto.

El comando lo formábamos nosotros dos, con la ayuda pasiva de la joven –ahora, no recuerdo su nombre-, que nos introdujo en la bodega del establecimiento, y el apoyo remunerado de un tal Charli, del que le hablaré después.

Desde el sótano, se accedía al servicio de caballeros por medio de una trampilla secreta, camuflada detrás de un armario. Durante horas y por un agujero, contemplamos como orinaba y excretaba casi todo el séquito. Hubo un momento en que pensamos que Franco no meaba, que le habían instalado una sonda para no tener que acudir al aseo. Por fin, la puerta se abrió y avistamos a la presa entrar en la ratonera. Lo vimos echar el pestillo y aguardamos un rato, hasta asegurarnos que estaba acomodado en la letrina. Entonces, pistola en mano, irrumpimos en el baño. [Salvador Cuesta comienza a reír abiertamente. Tarda en reponerse. Entre risas, que acaba por contagiarme, pide perdón. Balbucea que le puede el recuerdo de todo un Centinela de Occidente en pie, con ojos de pasmo, las manos en alto y los pantalones en el suelo]. Mientras yo le apuntaba a la cabeza, mi camarada le clavó la aguja de la jeringuilla con el somnífero. No tardó ni cinco segundos en desfallecer.

Le subimos los calzones y el pantalón y, embutido en un saco, lo acarreamos por el huerto trasero hasta el maletero de mi automóvil. En un par de minutos, habíamos puesto rumbo a la frontera.

Muy cerca del límite con Francia, junto a la carretera, camuflado entre las hayas de un tupido bosque, nos esperaba Charli. El contrabandista, que actuaba con total indulgencia a uno y otro lado de la aduana, disponía de una moto con sidecar, en cuyo zapato solía viajar su madre. Bajo las enlutadas ropas de la anciana, entraba y salía de España toda clase de artículos, de los que tanto escaseaban por aquella época.

Charli nunca supo a quién llevó esa noche en el sidecar de su moto. Aún dormido, vestimos a Franco con una bata negra y le atamos un pañuelo a la cabeza. Con una bufanda, le abrigamos el rostro para que la Guardia Civil no percibiera el bigote.

En Azpirikueta, transcurrían 20 minutos desde que el Generalísimo se había disculpado para ir al aseo, cuando alguien comentó la tardanza. En la mesa, se justificó la demora por el estreñimiento que le estaba produciendo las píldoras que tomaba para combatir la incipiente alopecia.

Sólo cuando había pasado una hora de ausencia, con todos los comensales nerviosos, alguien se atrevió a dar unos suaves golpes en la puerta del retrete. “¿Se encuentra usted bien, mi Caudillo?”.[Salvador Cuesta vuelve a descojonarse, al recordar el momento]

A esa hora, Charli y su mamá ya estaban en suelo francés. Nosotros pasamos la frontera unos minutos después: el yugo y las cinco flechas de nuestra documentación nos ayudaron a despejar el camino. Pagamos al motorista una buena suma por el trabajo y alojamos a nuestro huésped en el subterráneo de un caserío cerca de la ciudad de Espelette, al otro lado de los Pirineos. [Me viene a la memoria y comento con el escritor la rocambolesca huída de España que protagonizaron dos presos políticos, por esa misma época. El sobrino de Sánchez Albornoz y un compañero escaparon del Valle de los Caídos, donde cumplían pena de trabajos forzados. Y lo hicieron siguiendo un plan tan esperpéntico como el de Lerchundi. Con la Guardia Civil en alerta, consiguieron atravesar España y alcanzar la Europa libre a bordo de un llamativo deportivo rojo y descapotable, acompañados por sus propietarias: dos despampanantes norteamericanas]

-No entiendo que arriesgaran el éxito de la operación trasladando al dictador a Francia, pudiendo haberlo ejecutado en el retrete o en alguna de las muchas cuevas que existen en esa zona de Navarra.

Fue una de las opciones que barajamos. Para no hacer ruido, estudiamos seriamente la posibilidad de degollarlo en el aseo, mientras cagaba –y perdone la expresión-. Pero temíamos que el Régimen inventara alguna estratagema para ocultar durante años el magnicidio. Pensamos que, apareciendo el cadáver en Francia, la prensa internacional se haría eco del asesinato y el gobierno estaría obligado a hacerlo público. Serrano Súñer, Presidente de Falange y cuñado de Franco, era el político mejor situado para ocupar la jefatura del Estado. Por supuesto, también era nuestro candidato. De esta forma, nadie sospecharía que el crimen habría sido obra de un comando falangista. Sin duda, esos oportunistas del maqui, no vacilarían en cubrirse de gloria, atribuyéndose la autoría del secuestro y asesinato del Generalísimo. Yo mismo estaba sorprendido: cómo empleando un plan tan ramplón, íbamos a enderezar el rumbo de España. Como ve, todos contentos.

Cuando Franco despertó y se vio amarrado con cuerdas a una silla, comenzó a llorar como un niño. “Llora, cabrón, las lágrimas que no derramaste cuando fusilaron a nuestro fundador”, gritó Lerchundi, metiéndole el cañón de la pistola en la boca. Yo había escrito unas reflexiones, para leérselas antes de pegarle el tiro. Me seducía la ocurrencia de mandarlo al cielo con una bala y un par de ideas en su cabeza. Ahora, no recuerdo el texto exacto, pero hacía referencia a que allí se quebraba la racha de suerte que le venía acompañando desde el accidente aéreo de Sanjurjo; desde la colisión contra un cerro del avión que trasladaba al general Mola; desde el inevitable fusilamiento de José Antonio Primo en la cárcel de Alicante. Le iba a decir que yo no creía en la suerte y sí en sus maquinaciones para que estas muertes allanasen su camino hacia el Palacio del Pardo. Pero antes de terminar de decir estas palabras, nos pidió que no disparásemos. Entre sollozos, nos dijo que él no era Franco, que se llamaba Alberto Muñoz y que había nacido en Castellón.

Pedrín le gritó embustero, pero yo le creí desde el primer momento y bajé el arma con la que le apuntaba. La confesión resultó un mazazo: no habíamos contemplado la posibilidad de estar secuestrando a uno de los dobles que utilizaba el jefe del estado. Conocía otro caso parecido, ocurrido en el verano del 43 en Soria, cuando el terremoto. El Caudillo acudió a la ciudad castellana a interesarse por los miles de heridos y mostrar sus condolencias a los familiares de las víctimas. Cuando su automóvil circulaba despacio por la avenida principal, para saludar a la multitud que brazo en alto lo jaleaba, una mujer logró acercarse al coche y meter por la ventanilla un ramo de rosas rojas que ocultaba una granada. El vehículo reventó. Hubo quince muertos; entre ellos un señor de Segovia, que se parecía mucho a Franco y la mujer que quitó la anilla, viuda de un republicano fusilado. El régimen silenció el atentado.

Alberto Muñoz, que tenía la misma voz de falsete que escuchábamos en los nodos, nos confesó que residía en el Pardo, aislado en una de las alas del Palacio. Reveló que, en otras zonas inaccesibles del edificio, vivían otros dobles de Francisco Franco, con los que no le permitían mantener contacto. Juró que él fue el Franco que se entrevistó con Hitler en Hendaya, que pasó mucho miedo ante los rumores de que el encuentro era una trampa de los nazis para eliminarlo e invadir España. Por último, admitió que jamás había visto al verdadero Francisco Franco y que, incluso, intuía que no existía. Según su sospecha, el Jefe del Estado Español no era más que la suma de sus muchos dobles, una caterva de bufones, cuyos hilos manejaba con habilidad la caudilla, Carmen Polo. [De nuevo, un largo silencio. Al rato, sonrió y añadió] Pedrín Lerchundi se lo preguntó; y respondió que no, que nunca se había acostado con ella.

Lo dejamos amarrado en el sótano y, con el ánimo abatido por el fracaso, subimos a descansar un rato. A la mañana siguiente, sintonizamos un aparato de radio para escuchar las emisoras españolas. Lo primero que oímos fue un alegre pasodoble: entonces supimos que, el hombre que había inmovilizado abajo, decía la verdad; tomamos consciencia de nuestro fracaso. Unos años después, cuando quedé finalista del Nadal con Malaventura, recibí una llamada telefónica desde el Pardo. Sentí una extraña sensación al escuchar como aquella voz de falsete me llamaba camarada y me felicitaba por el premio. Me pareció que hablaba con un fantasma.

Debería ser trabajo de los historiadores el descubrir si el agonizante espantajo que murió en el 75, entre una maraña de cables, sueros y goteros, era el mismo hombre que alzó al ejército en África y ganó la Guerra Civil. Ahora es fácil; sólo hay que levantar las toneladas de granito que cubren su cuerpo y aplicar la prueba del ADN. Sería interesante saber si realmente existió el Caudillo, o no fue más que una sucesión de personas con un extraordinario parecido físico; hombres bajitos y rechonchos reclutados y manipulados por el Régimen, para continuar gobernando España durante cuarenta largos años.

En fin. Éste es el episodio que quería que le contara. ¿Le parece interesante para publicarlo en el diario? Hace años que ningún medio difunde una entrevista mía.

-¿Y qué hicieron con Alberto Muñoz?

-¿Qué quería usted que hiciésemos? No sé si fue Pedrín o fui yo, quien, después de oír el pasodoble por la radio, bajó al sótano y le disparó dos tiros en la cara. Debíamos regresar a España y no pensará que íbamos a pasar la frontera con el Caudillo sentado en el sillón trasero del automóvil. Cavamos una fosa en el suelo de la bodega y cubrimos el cadáver con cemento. Aún debe estar en los cimientos del caserío francés. No sé, ahora que tengo tanto tiempo para recordar, alguna vez pienso: mira si aquel tipo nos engañó y, en realidad, era el auténtico Francisco Franco.

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